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Berlín, un centro europeo cargado de historia
Quien pasa unos días en Berlín, unas semanas, vuelve impresionado, afectado. Sus medidas hacen empequeñecer otras capitales europeas. Todo allá indica que la ciudad se prepara a conciencia para un destino nuevo y grandioso. Es una encrucijada que, con o sin Comunidad Europea, sitúa su punto nodal más lejos de nosotros, más hacia el Este.
Pero Berlín puede ya jactarse de haberse ganado las mayores expectativas, los alias más grandiosos que se le pueda endosar al nombre de una ciudad: "Ciudad símbolo del siglo XX", la ha llamado el historiador Allan Bullock y repetido Helmuth Kohl, en referencia a su torturada y decisiva historia reciente (hace un siglo fue la capital del mundo industrial; y luego la efervescente ciudad de la modernidad artística, la Bauhaus, Kandinsky, Schoenberg, Fritz Lang; fue el crisol de la revolución; fue la capital del nazismo.
Va a ser la capital de Europa; la ciudad del milenio, todo lo que se le ocurra. El arquitecto británico Norman Foster se hace cruces de lo que está pasando allí des de 1989, año de la demolición del muro y la reunificación de las dos Alemanias: "Es algo milagroso, y sucede más rápida y aceleradamente que en el sueño más enloquecido". Lo que hace unos años estaba partido por la mitad, una de las cuales languidecía en la mediocridad del totalitarismo, mientras la otra se hallaba reducida a kindergarten y escaparate del "capitalismo con rostro humano"; donde todas las fuerzas contrarias chocaban y se anulaban en la tierra de nadie alrededor del muro, hoy, mediante una decisión política y un proceso arquitectónico verdaderamente titánico, se propone como la capital del país más poblado y rico de Europa, la Alemania de los 80 millones de ciudadanos que irradia su influencia sobre la Europa Occidental, extiende sus suburbios por Polonia, Hungría, la República Checa, Croacia y Eslovenia, y establece un diálogo privilegiado con Moscú.
Es inútil consolarse pensando que la mayoría de sus vecinos leen Stern, mientras suspiran por comer paella y beber sangría en Mallorca. O que en la nueva Berlín, en cuyo perímetro París cabe seis veces, no todas las prospectivas son de color de rosas. Los landers alemanes tuercen el gesto ante el enorme gasto que está costando reunificarla y reconstruirla, y recelan que su consagración, que implica despojar de su espacio político a Bonn, de su capitalidad financiera a Francfort, de su capitalidad industrial a Múnich, desequilibre la armonía federal que tan bien le ha funcionado a Alemania durante la guerra fría.
O que los mismos vecinos de la ciudad apenas se tragan entre sí: los del sector oriental abominan del paternalismo y la presunción de nuevos ricos de los otros, los cuales a su vez reniegan de la mala educación y la ineficacia de los ossis. O que su propio auge y encarecimiento esté provocando la emigración de los ciudadanos hacia las afueras. O que, a fin de cuentas, a finales del siglo XX y en un país tan bien comunicado como Alemania, ¿quién quiere vivir en una megalópolis? ¿En una megalópolis de nueva planta que sólo en el barrio de Prenzlauer Berg conserva una arquitectura cálida? Con tantos interrogantes, con tanta luz y promesas, Berlín nos llama imperiosamente. Uno quiere acercarse a leer ese signo tan grande y cargado de significados.
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