La violencia y la miseria que a primera vista marcan a esta ciudad se desvanecen cuando los visitantes se dejan encantar por la belleza de sus alrededores y la alegría de su gente.
Mucha gente asegura que Caracas es una ciudad de vistas particulares, una ciudad seductora sólo desde determinadas perspectivas o encuadres: una esquina, el paisaje desde la azotea de un edificio, los árboles de mango en las calles, el canto de los grillos.
Si accedemos a un plano general, en cambio, asusta: la foto estándar es la de una metrópoli cruzada por autopistas laberínticas, azotada por el tráfico y la delincuencia, poblada de grandes rascacielos y cercada por el "cordón de miseria" (las chabolas que albergan a más del 60% de sus seis millones de habitantes).
En principio, no resulta ni acogedora ni atractiva. Sólo esquizofrénica, agreste e implacable.
Enclavada en un valle que los conquistadores encontraron de ensueño, Santiago de León de Caracas hoy día posee uno de los índices de violencia más altos de América Latina. Y en gran parte por ello es recomendada sólo como un lugar de paso para acceder a la rica geografía venezolana (paradisíacas playas caribeñas, selva amazónica, prehistóricos paisajes en la Gran Sabana, islas de coral, montañas andinas...).
También sus propios habitantes se han convertido en turistas, los caraqueños viven en compartimientos estanco (casas enrejadas, vigilantes privados, barreras de seguridad) y muy pocas veces cruzan las fronteras que separan las "urbanizaciones bien" del "barrio".
Sin embargo, teniendo un poco de sentido común, desechando la paranoia, y haciendo caso de las advertencias (no caminar de noche, tomar sólo tele-taxis, moverse en la red que cubre el metro), puede descubrirse aquellas vistas que atraen a todo el que ha pasado por Caracas: la riquísima variedad culinaria producto de las sucesivas oleadas de inmigrantes; el Ávila, la gran montaña que se extiende al norte; un clima impagable (27 grados todo el año); noches de buena música y baile, gente dicharachera y hospitalaria.
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