Oporto, Port para los portugueses y desde ahora para nosotros, es una ciudad generosa, pues dio nombre a todo un país, que de Porto viene Portugal: Postocalem, condado que se hizo reino e independiente allá por el siglo XII, de la mano de Afonso Enriquez. El millón doscientos mil portugueses que pueblan la segunda ciudad del país, la capital del norte, suben y bajan interminables cuestas a lo largo y ancho de sus 817 kilómetros cuadrados y vierten sus ilusiones al Atlántico a través de las aguas del río Duero, igual que los lisboetas lo hacen a través del Tajo (no son éstas las únicas semejanzas entre ambas ciudades).
Y es también por el Duero, desde las altas tierras de los Tras-os-Montes, por donde llega el preciado néctar que ha dado fama internacional a la ciudad: el vinho do Porto, que en realidad en Oporto sólo se envasa y almacena para su distribución. Los ingleses son, desde hace algunos siglos, los principales consumidores de este elixir de dioses (y casi fueron sus inventores), y quién sabe si no fue por amor al vino, tanto como por odio a Castilla, por lo que históricamente se han mostrado amigos y aliados de los portugueses.
Mientras Lisboa recibe cientos de miles de visitantes, Oporto sigue su plácido discurrir cotidiano; el que se acerque a ella descubrirá un Portugal con un tempo más propio, ajeno a las aglomeraciones y los fastos lisboetas. Difícilmente podrá ser nunca una ciudad de moda y ese es precisamente lo que constituye su particular encanto.
Los portenses tienen fama de trabajadores (como los gallegos de Vigo), quizá por eso Oporto se muestra sembrada de pequeños talleres y con una actividad discreta pero constante. Y fama de seria. Nos lo confirma Miguel Torga en su libro Portugal. El escritor nació no lejos de aquí, precisamente en tierras de viñedos. Descubramos pues la ciudad, y terminaremos diciendo, como el mismo Torga:"Eu gosto do Porto"
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