Empecemos con un aviso: el más vistoso de sus escaparates, la Grand-Place ("el teatro más bello del mundo", dijo Cocteau) es también la primera de sus trampas. Quien espere encontrar en el resto de la ciudad la misma y deslumbrante homogeneidad se verá sin duda defraudado.
Bruselas tiene un alma traviesa y caótica que se ha divertido desde hace casi mil años diseminando aquí y allá las pequeñas maravillas que nos ofrece, convirtiendo su tejido urbano y vital en un rompecabezas que hay que recorrer sin prisas ni prejuicios, dispuestos a dejarse sorprender en cualquier esquina por una inusitada fachada art-nouveau, un nido de okupas rodeado de oficinas o una mágica plazuela recién salida de un cuadro de Delvaux.
Cosmopolita en su historia y provinciana en sus dimensiones, es en ese carácter abigarrado e integrador, lleno de contrastes, donde hay que buscar la peculiar identidad de esta ciudad a escala humana.
Con una población de apenas un millón de habitantes, que pronto será según las estadísticas mayoritariamente extranjera, en sus calles se entremezclan sin aspavientos las tabernas tradicionales y oscuros cafetines directamente transplantados de Estambul, los bares art-déco más políglotas del continente y discotecas tecno frecuentadas los fines de semana por la modernidad londinense.
Aquí todavía es posible alquilar sin arruinarse una casa con jardín en pleno centro y disfrutar al mismo tiempo de la red informática más tupida de Europa, una calidad de vida de la que los belgas han hecho su sello distintivo y que se completa con una oferta multicultural inagotable, aunque tan desordenada como la ciudad.
Danza contemporánea, teatro, jazz, performers y nuevas músicas conviven en las noches de la capital y tienen a menudo como común denominador un humor singular, teñido de socarronería y escepticismo, que ha marcado desde siempre el arte y el carácter de los bruselenses. No en vano Magritte y los surrealistas hicieron del lugar una de sus fuentes de inspiración privilegiadas.
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